Tres Calandrias (incompleto del viento del cerro)

Dibujadas por el viento, tres calandrias se arremolinaban cual lanza de cristal hacia las garras afiladas y las plumas de carbón que hacían a un cuervo hambriento. Este último, más asediado por el hambre causada por la sequía que en ese momento azotaba el lugar, que algún otro instinto igual de fuerte que el de llevarse algo al estómago, y de una manera brutal, tomó a estas ligeras aves con su pico, como hecho de dos machetes afilados, arrojándolas al vacío, allí donde sólo caer por caer era inevitable y para salir de esa nada sólo había una forma: aletear hasta que este vacío, que compone a los hoyos negros en el universo terminara por succionar por completo a aquellas aves hechas por las  mismísimas estrellas encargadas de soplar diario para que nosotros podamos seguir respirando tan sólo un poco más, un poco más de vida, para dar vida.

Tan sólo un rasguñito de una de ellas a las alas del cuervo del color de la sombra, y éste último como estocada viviente, de un picotazo arrancaba y al punto de perforar en el pecho, todas las plumas y todo el aliento que de un picotazo un ave del tamaño de un cuervo puede arrancar a un ave del tamaño de una calandria de plumas azules. 

Como un grito, un picotazo al cráneo impulsivo de la negra ave y una maroma inesperada en el aire para atinar un coletazo de plumas puntiagudas a los ojos de una de aquellas estelas voladoras que, cegadas por unos instantes y tratando de mantener el vuelo hacia arriba, hacia los lados, hacia cualquier dirección menos a las piedras duras que se encontraban en el suelo, sin estar segura de que su vuelo no conllevara otra cosa más que el ir hacia arriba, recuperar la vista, y como un telescopio capaz de ver por encima del horizonte, identificar a su alimento, ver que aquel cuervo aún no había caído y no encontrar otro remedio más que el de embestir a aquél pajarraco que seguía en el aire.

Ya en los aires, heridos de muerte, otra que seguían intentando derribar al depredador: alas quebradas por los apretones de las garras y los picos sangrados como dagas luego de una fastuosa batalla, al final algo frío atravesaba la garganta y el cuello, se sentía una tibieza incomparable y una pupila como una puerta a lo desconocido, se cerraba al agrandarse.

Al final, las calandrias tuvieron un festín de cuervo.  

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