El Tesoro del Tiempo
De niño, soñé varias veces con que había algo debajo de Teotihuacan, que no era posible un monumento tan grande como la Pirámide del Sol y no guardara algo en su interior. Me imaginaba que aquellas pirámides no eran otra cosa que una prisión para una criatura de aquella época, un gigante que se comía a los hombres, un cocodrilo de dientes de obsidiana, un monstruo o incluso la misma serpiente emplumada, quien realmente no había desaparecido para regresar. La idea de la serpiente era la más imponente, misteriosa y posiblemente la más real.
Simplemente (no tan simple) dormía fúrica, enrollada, con sus escamas doradas, dientes de nácar y plumas de fuego azul y verde. Sus ojos agolpados de sangre cosidos con agujas de maguey esperaban ver la luz de un día que se le había negado por miles de años. Si de alguna forma, quizá por un conjuro hablado en náhuatl realizado por un brujo del cerro, había podido ser encerrada en esos monumentos, pero que al lograrlo fue sacrificado, seguramente sería para que nadie más supiera el secreto de cómo liberarla; que el secreto estuviera enterrado hasta el fin de las eternidades continuas. Pero me imaginaba incluso su venganza.
Si algún día lograba salir, lo haría disparada hacia el cielo, desde el Templo de Quetzalcóatl, desmoronando la construcción, cada vez más cerca de la luz, como queriendo morir, cambiando radicalmente de color y su energía sería tal que terminaría por desintegrarse en el plateado polvo cósmico salido de las estrellas que fallecen y que todos compartimos en cada una de nuestras células. Sería el día más radiante y por lo tanto también sería nuestro fin.
Comencé a dibujar cómo sería, por dónde saldría hacia el cielo despejado, la idea privaba mis pensamientos y era emocionante y también parecía que podía llegar a ser el último día de mi vida, tal vez el más bello o el último en el que ya no hubiera malos sentimientos, círculos sin fin, o arañas rapeleando de los árboles a mis hombros. Soñaba incluso que la serpiente me tragaba y formaba parte de su sangre y estallar cósmico. Y dibujaba y dibujaba.
Dibujaba la estela de energía que dejaría su cola y cómo arrastraba los caracoles y anillos de sonido por ese espacio tan angosto, también el torbellino que arrastraría a quien se le pusiera en medio hacia un cielo despejado, como esperándola, como si supiera que específicamente ese día y con la posición del sol así, iba a volar impetuosa dejando todo listo para su gran hazaña como el enigmático tesoro del tiempo escondido bajo toneladas de roca. Luego despertaba.
No sé si haya sido algo parecido a un sueño profético, pero, o no han excavado lo suficiente o lo que es más temo, no sé si deberían de seguir cavando.
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